ESTANDO EN SUIZA
Nicolas Boldych
Mont Blanc
En un claro dia de primavera, desde la cima de la fortaleza, en Grenoble, se puede admirar el Mont Blanc: un imán que atrae tu atención, un emblema situado en la frontera entre Francia e Italia. Por muchos años fue un trofeo en la batalla entre estos dos países, una leyenda viva que cambia de color con las estaciones: de blanco, a gris, a azul. Sólo necesitas seguir la línea del Macizo Belledonne y dejar que la mirada pasee hacia el norte, más allá de Chambéry, hasta Suiza y la Saboya y podrás entrever, o mejor, percibirlo como una cúpula blanca que se eleva sobre el aire ligero de primavera y que, dominando el espacio, asume por un instante un sentido cósmico al que estamos deshabituados. Es la montaña que custodia Ginebra, el centro del sistema que controla la separacion física y simbólica entre Francia e Italia. Italia se abre al este y al sur hacia el Mediterráneo, las Islas, los Balcanes, hasta la África Cartaginesa y hacia las costas libanesas de Sirte, pero, ¿y Suiza? Suiza es diferente porque se vuelve sobre sí misma, sus cimas vertiginosas conducen a los lagos, su última palabra, y a pastos preciosos de la pureza de las tierras nórdicas, como aquella Engadina. Las ciudades de Suiza son como impenetrables fortalezas y, una vez franqueadas sus puertas, conducen a las regiones interiores y al techo de Europa, su perfecto opuesto. Suiza es un país sin salida al mar, el centro de la Europa occidental, un sistema de agua y roca.
Ginebra, zona de compensacion
Para un francés, Ginebra es el principio de esta ciudad-barrera: llegando desde el Dauphin , puedes seguir la línea del Lago Bourget y el Lago Annecy, estrechas tiras de aguas profundas alineadas de norte a sur. Estas te guiarán gradualmente al gran Lago de Ginebra, pareciéndose a una imitación del sur al Lago Constance de Alemania. Suiza da la bienvenida a los visitantes con sus grandes reservas de agua. Después de Annemasse, aparece una especie de barrera natural y política, el único lugar de importancia en Europa Occidental donde aún se corre el riesgo de quedarse atrapado entre dos aduanas... Hay que desfilar entre dos puestos de aduana, como si se andase entre dos montañas, para después alcanzar una zona de compensación llamada Ginebra.
Ginebra puede entenderse como el espacio entre dos zonas de presión: bajas presiones francesas frente a las altas presiones de Suiza. Ginebra es la zona intermedia. Es atribuible a la influencia de Marte o Mercurio. Esta ciudad tiene dos caras, apretada entre el pasillo del Ródano y el Valais, es una zona de paso, de corrientes de agua, de monedas, de hombres con chaqueta y corbata, hombres de negocio y contructores. Es como una cámara de descompresión entre Francia y Suiza, área de influencia que puede ser resumida como un mar nacido de un fiordo del sur. La atmósfera en Ginebra es una combinación de brisas de montaña y aire de mar.
El Ego-cristal
Esta próspera ciudad, con sus presiones pero con una atmósfera de calma, está correctamente representada por los símbolos de una llave y un águila. Consciente de este hecho, el turista francés puede vagar por sus calles grises y elegantes, con su apariencia mate y sus bajos y pequeños edificios, repitiéndose a sí mismo que finalmente ha llegado a Suiza. Pero para asegurarse todavía de este hecho, sólo tiene que mirar de reojo, ligeramente intimidado, en los escaparates de las joyerías de Ginebra y admirar sus trabajos creativos: un eco distante de los orfebres bárbaros, que trajeron sus artesanos de las Estepas del Este. Esta originalidad no tiene conexión con su lenguaje, no está relacionada con su arquitectura calvinista que dona a la ciudad un aire londinense: el estilo barroco de la Savoya es ya un recuerdo distante. Tampoco se deriva de la cercana proximidad de las altas montañas, sino de una fuente profunda: una especie de religión y eco filosófico. La amplitud de su creatividad es atribuible al hecho de que, en este lugar, el tiempo no es igual que en cualquier otro, incluso aunque pueda medirse objetivamente con sus famosos relojes suizos que se ven en cada tienda. La originalidad de Suiza tiene sus raíces en la larga historia del país, y en su larga lucha contra la fuerza imperial. Es una historia que se despliega con sus acontecimientos, evitando deliberadamente la fricción y el juego del poder político: la historia de gente modesta, pero tenaz.
En el centro de esta ciudad, que se levanta en las orillas del lago de Ginebra, los escaparates exponen la cara joyería destinada a ser adquirida por millonarios noruegos o magnates del petróleo de Arabia Saudí. Es aquí donde puedes sentir la esencia de Suiza: en la expresión de los transeúntes, los secretarios de los bancos, y los trabajadores de correos o del tren. Puedes ver sus expresiones tranquilas y cerradas, y leer un sentimiento confortable de seguridad, cierta seriedad y precisión. Estas son las cualidades de las que son capaces los suizos, que se traduce, a fuerza de economizar, en una acumulación de reservas, gracias a una mirada puesta en el futuro, necesaria en los inviernos de los Alpes.
Allá donde mires en la ciudad, en las terrazas o en las librerías, hay una permanente atmósfera de calma, puedes sentir el trabajo de la gente suiza, desplegándose como una oración, permitiéndoles mantener su punto de apoyo, necesario para su modo de vida auto-suficiente. Gradualmente, llegas a la consciencia de los aspectos sutiles del carácter suizo, una combinación de determinación e introspección, definida por un gran escritor, Maurice Chappaz, como el “Ego-cristal”. Es este mismo “ego-cristal” el que produce los gustos de Klee, Walser o Cingria.
El pueblo bárbaro burgundio
En una calle cerca de la gran catedral donde Calvino y Farel hablaron de un dios sólo accesible en la consciencia individual y de una montaña conquistada con esfuerzo, puedes encontrar una pequeña estatua coronada, situada en el centro de la fachada. Es la figura del hereje Gundobado, el distinguido autor de la ley Gombette, que ahora se abandona a mirar triste las masas modernas que por allí pasan. Su presencia contrasta con la fría claridad de Ginebra: un bárbaro entre la multitud reclamando un pasado heroico: el nacimiento de una cultura conquistada con el poder de las espadas. Para Suiza fue un tiempo de héroes y guerreros, y el heroísmo del movimiento protestante, a veces alcanzando visos de verdadera barbarie militar, que se conmemora en el “Muro de la Reforma”.
El pueblo burgundio descendió a la región por el valle del Rin durante el siglo V. Procedía seguramente de los países escandinavos, y desde allí continuaron viajando al valle del Ródano. El Rin y el Ródano, dos nombres que descubren, en diferentes lenguas, la unión entre los Alpes, el Mar del Norte, el Mediterráneo y su separación por el agua y el lenguaje. Aliándose con la cultura dle Ródano y la tradición latina, los burgundios fundaron Burgundy, una tierra de viñedos, que combinaba las lenguas franco-provenzales, el latín y las lenguas nórdicas, extendiéndose a través de la Provenza como un glaciar. En el “ego-cristal” de Suiza late un corazón heróico, como se muestra en el fresco de Ferdinando Hodler titulado “La batalla de los Gigantes”. Muestra la Suiza Landesknechten volviendo de la terrible batalla de Marignano (el actual Melegnano). Están pensativos en la hora de la derrota, pero aún resultan atléticos al que los mira. Sin embargo, Hodler es también famoso por sus pinturas de la “Montaña heroica”. En Suiza, las montañas son como guardias armados, una potencia natural que eclipsa las fuerzas artificiales del poder político.
El dios Skadi
Hay casas elevadas sobre el lago, cuyas claras aguas revelan un mundo diverso de vida acuática, como muestran las pinturas de Konrad Witz: “La pesca milagrosa”. Desde la Edad Media, muchos residentes de Ginebra vivían en la casas construidas sobre las aguas del lago, y fue esta ciudad sobre pilares la que encontraron los invasores burgundios, habitantes de la pobre región de Sapaudia. Esta, por otro lado, era una tierra de píceas, aguas heladas, y lagos llenos de pesca. Los burgundios estaban inicialmente atraídos por Lyon, por su riqueza, dejando atrás el oeste, y la capital de la región del Ródano. Sin embargo, la católica ciudad de Lyon no estaba preparada para el ataque de una tribu de herejes arios. Quizá Ginebra, rodeado por las montañas, recordó a los burgundios el paisaje y los fiordos de su Escandinavia, la tierra del dios Skadi. Suiza y Noruega: dos tierras predilectas para pintores de paisajes de montaña.
En Suiza, como en Escandinavia, los glaciares han comenzado la guerra con las actividades humanas, haciéndolos retroceder y defender sus escasos pastos. En la vecina región de Savoya, Mont Blanc ha sido coniderado como una “montaña maldita”, especialmente durante las pequeñas etapas de glaciación de los siglos XVII y XVIII, cuando los glaciares avanzaron y se tragaron la tierra, que previamente había sido fertil pasto para los rebaños de Savoya. Skadi se casó por error con Njörd, el dios de grandes pies y de riqueza, pero la pareja vivió vidas separadas. Njörd vivía junto al mar, rodeado por los gritos de las gaviotas, que su esposa no toleraba. Skadi tenía su hogar entre las montañas y los glaciares. Njörd y Sakadi, la riqueza del lago Ginebra, donde también se odia el grito de las gaviotas y la pobreza de las montañas de Vallese. Esta es una faceta importante de Suiza, localizada en una altitud asociada con el signo astrológico Virgo. Riqueza, ahorros y frío: cuando visitas Suiza, es necesario apreciar esta combinación.
Paisaje cósmico
La zona de descompresión de Ginebra siempre se mantiene algunos grados más cálida, lo que se aprecia en sus exóticas plantas, palmeras y agaves, que rodean el lago. Como en la Cote d ‘Azure, el agua llama al dinero, y las orillas del lago de Ginebra están cubiertas por las lujosas casas de los ricos. Justo igual que en Niza, Ginebra tiene todo el majestuoso lujo de un crucero en barco, con sus bandadas de pájaros incluidas. Los yates de alta gama, las aves acuáticas, y los ferries abarrotados de gente: este es el aspecto de la vida moderna que presenta a los turistas que visitan la ciudad.
Venimos de un largo camino desde la visión de Ginebra de Konrad Witz, desde el paisaje hecho de agua, tierra, roca y cielo: siluetas, colores, y materiales unidos y dominados por la figura estática de Cristo, vestida de púrpura. Los únicos signos de riqueza en la pintura pertenecen a las aguas llenas de peces del Lago de Ginebra y los campos dorados que se aprecian en la distancia.
En el horizonte se eleva el Mont Blanc – el monte maldito- cuya presencia, de igual modo que la fortalea de Grenoble, parece enfatizar la dimensión cósmica. Es esta dimensión cósmica y una verdadera indigencia evangélica la que encontramos en las palabras del gran escritor, Ramuz, especialmente al final de “La vida de Samuel Bellet”, que describe la rústica vida de un pescador en el Lago Ginebra. Sin embargo, poco has de alejarte de la ciudad, hacia la costa entre Ginebra y Lausana y a lo alto de las montañas, para redescubrir esta especial sensación de la dimensión cósmica, cuando las montañas parecen elevarse sobre el mar y se convierten en un símbolo espiritual, de nuevo. Entonces puedes escapar de la zona de ajuste de Ginebra, tras cruzar la barrera que te lleva al interior de Suiza. |